miércoles, 22 de mayo de 2019

Las jornadas sabatinas de baloncesto

Escribe:
Luis A. Castro Gavelán
Fotos: Javier Sullivan

El baloncesto es uno de los deportes que entusiasma y se practica en Monsefú. Desde 1927, año en que nació el glorioso White Star, los monsefuanos sabemos prepararnos para la alta competencia y también ejercitarnos para tener mente sana y cuerpo con buena salud.

         El recordado White Star. A la derecha, la “tía Colomba” dando inicio a un encuentro de baloncesto.

Curiosamente la presencia de foráneos identificados con Monsefú tienen que ver con esos períodos de formación y crecimiento de la práctica del baloncesto. Mr. Wendor y Mr. Henry, miembros de una misión evangélica son quienes formaron jugadores como los hermanos Raffo Niquén, Miguel Chereque, David Arraguí, Antonio Boggio, entre otros, quienes llegaron a participar en concursos nacionales paseando la indumentaria guinda y la estrella blanca que identificaba a los White Star.

A inicios de los años 80 otro grupo de religiosos, los hermanos cristianos, alentaron la práctica del baloncesto en la recordada cancha del colegio “San Carlos”. Inolvidables sábados de la mano de Diego Gloss, el Hno.Eduardo, Javier Sullivan, el apoyo incondicional de la recordada tía Colomba Vasallo y de otros héroes anónimos permitieron la aparición de tantos equipos. Fueron apasionantes momentos, desde las tres de la tarde se iniciaban las actividades, a veces vehementes, a veces apasionadas, que culminaban al entrar la noche, en medio de la oscuridad. A medio bañar los ardorosos jugadores continuaban sus actividades: unos participando de la misa de ocho; otros sentados en las veredas de la calle Manuel María Izaga bebiendo moderadamente vino de la tía Cachay. Otros, aún más relajados, la seguían en alguna fiesta sabatina, de esas que nunca faltaron.

De izquierda a derecha. La desaparecida Colomba Vasallo, Diego Gloss,Javier Sullivan y otros dos religiosos.

Alrededor de cinco a seis años seguidos se organizaron sendos campeonatos de baloncesto y el extinto Fidelito González, vigilante de la escuela, era quien facilitaba las instalaciones deportivas e incluso preparaba la cancha como un fanático más. Javier Sullivan hacía de árbitro. Javier tenía amigos en casi todos los equipos y luchaba por ser imparcial, vivía con pasión las jugadas y a veces se olvidaba de su función de referí para aplaudir alguna “canasta” bien lograda.
Los equipos se formaban muchas veces por el grado de amistad de los jugadores, otras veces representando al colegio de sus amores y por qué no, a nombre de su barrio o institución que creaban. Fueron sábados emocionantes, enfervorizados y llenos de fogosidad. La juventud de esos tiempos completaba así su rutina semanal: de lunes a viernes estudiando en el colegio; los sábados practicaba el baloncesto y acudía a misa; los domingos los jóvenes completaban sus tareas escolares, pasaban tiempos con sus familiares o amigos. En realidad llevaban una vida heterogénea y entretenida.

En esta crónica quiero destacar una mención especial,hacer un reconocimiento superlativo. Los hermanos Cristianos no solo ayudaron al fortalecimiento de nuestras creencias religiosas, sino que también impulsaron la práctica del baloncesto, karate y otros deportes. Y algo mejor aún, alentaron a los monsefuanos a ser mejores personas en todos los ámbitos, impulsando su superación y a estar mejor preparados para la vida. Por eso había una sana envidia de los pobladores vecinos, reconocían que estábamos unos pasos adelante. Los jóvenes monsefuanos de esos tiempos concebían la idea de superación, tenían una arraigada autoestima gracias a esos valores que promovían los hermanos Cristianos.
Aquellos sábados fueron imperecederos, fueron competencias deportivas ligadas al mejor aprendizaje de supervivencia. Aprendíamos a manejarnos con códigos, a estructurar nuestra vida personal entre lo físico, lo psicológico y los valores socio-culturales.

Me despido con una frase de un ganador, del nadador norteamericano Michael Phelps, medallista olímpico que siempre alienta a “no poner un límite a nada. Cuanto más sueñas, más lejos llegas”. (LGC).

lunes, 6 de mayo de 2019

Dos comadres en apuros

Escribe: Luis A. Castro Gavelán

Con la colaboración de: Jacinto "Chito" Custodio y Angela Cabrejos

Paula López nació para ser inmortal. Parió a un alcalde, varios médicos, ingenieros, profesores, de sus entrañas salieron una pléyade de hijos comprometidos con la grandeza de Monsefú. Doña Angelita Capuñay viuda de Barco está haciendo historia. Ahora reside en Lima y el próximo 30 de mayo cumplirá 102 años. Ambas, la extinta Paula López y la longeva Angelita fueron primas hermanas, confidentes, amigas hasta los tuétanos y comadres de algún corte de pelo, pero comadres al fin, que exhalaban confianza y respeto.
Las primas y comadres Angela Capuñay y Paula López.

Y como siempre ocurre con personas que tienen cosas en común, ambas se frecuentaban, exhibían un supino estado de ánimo que les permitió reír y gozar, ser consecuentes con episodios tristes, así como concurrir a eventos sociales de diversa índole.
Paula era un tanto introvertida, parsimoniosa y estaba casada con Jacinto Custodio. La vi algunas veces con su cansino caminar llevando el almuerzo a su marido que despachaba en un puesto de abarrotes del mercado central. Angelita Capuñay era de carácter disímil a su prima y comadre; siempre juguetona, con una sonrisa jovial, bromista y de buen talante.
Cuando eran solteras y llenas de ilusiones confidenciaban de sus pretendientes. Al casarse dialogaban de sus experiencias en sus hogares y cuando adultas siguieron juntas. Fueron amigas del alma, inseparables comadres, madres de familia, mujeres modelo como aquellas que existen en Monsefú, en el Perú y en el globo terráqueo. Cuando doña Paula tenía 74 primaveras y su comadre Angelita un año más, tuvieron una experiencia tragicómica que paso a compartir.

Cierto día dejó de existir una comadre de doña Paula, la monsefuana Bertha Gonzáles, quien por razones personales vivía en la provincia de Ferreñafe, a unos 40 kilómetros de la “Ciudad de las Flores”. De inmediato le comunicó a su prima Angelita y ambas acordaron ir al velatorio. Parece que, por las indisposiciones de la vejez y sus ocupaciones hogareñas, ellas habían dejado de verse algo más de una semana y entonces existía el “material” perfecto para compartir durante el viaje (llámese vivencias, experiencias, rajes, anécdotas, chismes, etc., etc.)
Tomaron el autobús de Monsefú a Chiclayo para luego hacer la conexión hacia Ferreñafe. Las ancianas de pelo blanquecino y arraigadas arrugas en sus rostros llegaron al terminal de vehículos, en medio del caos y el generalizado bullicio de los denominados “llamadores”, esos que se ganan el pan del día llenando de pasajeros los buses y microbuses.
A Pucalá, Pucalá.
Ya sale, sale a Tumán.
Vamos a Ferreñafe, hay asientos, hay asientos.
Pomalca, Pomalca…

Las ancianas, tomadas de brazo por los “llamadores”, fueron ubicadas en un asiento doble. Un tanto incómodas, pero listas al fin para ir a su destino final. Entretenidas en la conversación llegaron a su destino media hora después. Bajaron en el paradero final y empezaron a buscar la calle Real. Preguntaron a un transeúnte la ubicación de la citada arteria y éste les respondió muy resuelto. “Calle Real, calle Real, no, por aquí no hay ninguna calle Real”.

Ligeramente incrédulas ambas intercambiaron miradas, pero retomaron el entusiasmo cuando vieron a un hombre de camisa negra que llevaba una corona de flores. De inmediato Angelita, la más extrovertida, lo abordó:
-Oiga, ¿No me da razón del sepelio de una señora Gonzáles que vivía en la calle Real? Entre el bullicio de los carros el hombre las miró y les dijo: “Sí, sí voy al sepelio”. La escueta respuesta del transeúnte las animó e incluso Angelita se atrevió a comentar con su verbo mordaz, o dicho de manera popular: “sin anestesia y sin pelos en la lengua”.
- “Y el otro baboso que no sabía dónde estaba la calle Real. Vamos a seguir al hombre de negro”, dijo resuelta Angelita Capuñay.
Doña Paula celebró el comentario de su prima y agregó entre risas. “Tal vez no sabía, pero lo bueno que ya estamos en camino”. Así arribaron a una precaria vivienda, con algunos hombres y mujeres sentados y parados afuera. Saludaron al ingresar a casa y como buenas cristianas se hicieron la señal de la cruz.
Nuestro personaje, Paula López, al lado de sus diez hijos y su esposo Jacinto Custodio.

Vieron a varias personas, pero ninguna de ellas era conocida. Mientras Angelita fue hacia el ataúd de la muertita, doña Paula puso la corona en un lugar de la sala. “Familia Custodio López”, rezaba la tarjeta que acompañaba a la pieza floral que llevó Paula López. Angelita se persignó ante la difunta, hizo algunas oraciones, pero su rostro se fue llenando de expresiones escépticas al desconocer las facciones de la extinta comadre Bertha.
“No sé, qué cambiada está tu comadre, está muy rara”, dijo susurrando al oído de doña Paula, quien se acercó al ataúd para cerciorarse personalmente.
Angelita Barco no se quedó tranquila y preguntó a una mujer ahí sentada. “Disculpe, no han venido unos familiares de Monsefú para despedirse de la difunta”. De inmediato recibió una respuesta que la dejó fría.
-No señora, que yo sepa, no tenía amistades de Monsefú.
-Qué raro, ella era de Monsefú y por su familia sé que ella vino a vivir a Ferreñafe.
- No, yo soy su sobrina. Mi tía era de Tumán, aquí nació y murió mi querida tía.
- ¿Qué… no estamos en Ferreñafe?
-No señora, está confundida, estamos en Tumán

De prisa, Angelita fue hacia su prima Paula que en esos momentos oraba con devoción. “Paula, vámonos hermana, nos hemos equivocado de muertita”. Tapándose la boca para evitar la risa continuó con su relato casi al oído de su prima. “No estamos en Ferreñafe, el desgraciado nos ha traído a Tumán, vámonos antes que pasemos vergüenza”.
Doña Paula giró la cabeza desconcertada y al ver a su comadre Angelita intentando cubrir su boca para evitar reírse, imitó la acción y estuvo a punto de soltar una carcajada. A paso ligero, entre tropiezos, salieron del lugar. Siempre con la mano sobre sus bocas abandonaron raudamente el lugar, mientras la gente comentaba que las ancianas estaban muy afligidas, con una “melancolía al borde del quebranto”, muy atribuladas por la muertita.
Pero la verdad es que ellas cubrían sus rostros, aguantando con mucho esfuerzo la risa, el jolgorio que significaba aquella graciosa vivencia. De pronto Angelita recordó la corona de flores que dejaron cerca de la difunta y quiso recuperarla, pero doña Paula, muy decidida, la tomó del brazo y le expresó:
-Vámonos comadre, qué vergüenza, olvídate de la corona de flores y no paremos hasta llegar a Monsefú.
Angelita, a pocos días de cumplir 102 años.

Las comadres prometieron no contar esa anécdota, pero como dice la recordada política y activista americana Helen Keller, “mientras los recuerdos de amigos queridos vivan en nuestros corazones, debo decir que la vida es buena”. Por eso les transmito esta divertida y jocosa anécdota. (LCG)
Doña Angelita Capuñay en una foto del recuerdo al celebrar su primer siglo de vida. Está rodeada de sus hijos Graciela, Antero, Eugenia y Angela.