Esta es una sabrosa crónica escrita por el médico cirujano Jacinto Custodio, donde hace remembranza de las “mataperradas” de su adolescencia.
Los veranos de los años 70 eran agobiantes y los muchachos nos dedicábamos a jugar fulbito, el trompo, el zumbador y la pelea de cachos. Nadie tenía la preocupación del dinero, recibíamos la propina de 50 centavos y con eso era suficiente para pasar el día. El río y las acequias eran nuestras piscinas y nuestras ropas de baño los calzoncillos que había que amarrarlos con “chante” para que no se los lleve la corriente. Nuestras fantasías nos hacían creer que las acequias eran ríos enormes y que era valiente quien cruzaba la “toma” y quien se tiraba de cabecita desde la compuerta. Nuestros flotadores eran las “pichanas” y nuestro bronceador la arcilla que se nos pegaba al cuerpo por la turbidez del agua.
Después del baño, entraba le hambre y había que ir a “robar frutas” a las chacras. Era la máxima descarga adrenérgica que podíamos experimentar, el miedo a que nos “ampayaran”, a que nos corrieran los perros o que nos corrieran a “champazos” .Nos hacía sentir valientes, pero el temor máximo era el que nos pudieran “quemar el rastro”. Se comentaba entre nosotros que los campesinos recogían las huellas que dejaban los que entraban a robar fruta a sus chacras y las quemaban con hierbas, ajos y una serie de aditamentos más que se los daba un brujo. Entonces al dueño de la huella se le empezaba a hinchar la pierna hasta cogerle gangrena y se la amputaban. Este temor muchas veces no nos dejaba dormir y nos amilanaba, pero había que demostrar nuestra hombría y teníamos que ir. Cuando un campesino nos ampayaba nos corría a “champazos” y nos gritaba “¡Les voy a quemar el rastro!”
Dr. Jacinto Custodio L.
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