lunes, 22 de abril de 2019

El “Día del idioma” y los 123 años del maestro Federico


Escribe:
Luis A. Castro Gavelán

El 23 de abril es de mucha significación. El mundo entero celebra el “Día del idioma español” y Monsefú, además de hacer suya esa efeméride, también recuerda el nacimiento uno de sus más insignes maestros, don Federico Castro Pisfil. Como nieto de este inolvidable educador aplaudo y comparto esta extraña y feliz coincidencia. Si estuviera vivo, el fundador de la escuela “Sabogal” y de la actual escuela pública 11029 cumpliría nada menos que123 años.

Al cumplir 50 años de fundación la escuela "Sabogal", el maestro Federico Castro recibió el homenaje de muchos de sus ex-alumnos.

Feliz concomitancia digo yo. Mientras el Instituto Cervantes conmemora el “Día de la lengua castellana” y rinde tributo a Miguel de Cervantes Saavedra, autor de “Don Quijote de la mancha”; la Unesco también recuerda a Cervantes, el fallecimiento del dramaturgo William Shakespeare y la muerte del historiador y escritor el Inca Garcilaso de la Vega. Y aunque en Monsefú no hay actividades festivas, estoy seguro que miles de paisanos guardan en su corazón al profesor Federico Castro, el querido abuelo que siempre influyó en la vida profesional que sigo afianzando.

Cuando en mi niñez iba al campo los fines de semana, acompañando a mi famoso abuelo, empecé a pergeñar lo vital que resulta la educación en los seres humanos. La educación es el proceso de transmitir habilidades y valores para provocar efectos intelectuales y afectivos en las personas. Y quienes se dedican a fomentar la capacidad intelectual en los seres humanos, merecen el máximo de los reconocimientos. El ex presidente de Sudáfrica Nelson Mandela decía que “la educación es el arma más poderosa que podemos usar para cambiar al mundo; y respecto a la importancia del docente, el senador norteamericano Joe Manchin resume su influencia con cándida emoción “Cada niño debería tener en sus vidas un adulto que se preocupe por ellos. Y no siempre es un padre biológico o un miembro de la familia. Puede ser un amigo o un vecino, pero con mayor frecuencia es un maestro”.

Fundador de la escuela “Sabogal” un primero de julio de 1918, también tuvo la responsabilidad de patrocinar el nacimiento de la escuela 2209 (actualmente centro educativo 11029), a la que dirigió por más de 12 años. Fueron 44 años y 6 meses de proficua labor pedagógica y muchos de sus alumnos aún con vida recuerdan la frase que acuñó para estimularlos: “Hay que estudiar mucho para un futuro mejor, hay que luchar y trabajar sin desmayo para sentirnos realizados”.

En su libro “Pinceladas históricas de Monsefú”, mi extinto padre Luis Castro Capuñay resume con orgullo al también fundador de los “Boys Scout” en Monsefú: “El nombre de mi padre, el maestro Federico Castro Pisfil, vive en el recuerdo y perdurará en la memoria desinteresada de tantas familias, de tantos profesionales y hombres de bien que él formó desde la infancia y en los que sembró huellas de responsabilidad y disciplina, amor a los valores espirituales, el respeto a la familia y a la majestad de su suelo natal”.
El maestro Federico Castro nació un 23 de abril de 1896. Sus padres fueron don Luis Castro Chumioque y doña Mercedes Pisfil Ballena. Se casó con Rosa Capuñay, con quien tuvo 6 mujeres y 2 varones. De su numerosa familia sólo está con vida mi madrina, doña Blandina Castro, quien aún rebosante de vida cumplirá 95 años el próximo 2 de Junio.

Blandina Castro, acompañada de su hija Gricelda y del autor de esta crónica.

Maestro, periodista (fundador del semanario “La razón”), político fundador del Partido Aprista en Monsefú y, un gran consejero social, falleció el 10 de junio de 1984 cuando tenía 88 años. Desde 1988 una calle de la ciudad lleva su nombre, gracias a las gestiones del entonces alcalde Víctor Custodio López. Corresponde a la actual autoridad edilicia hacer lo que otros burgomaestres no cumplieron, cambiar las placas. No más calle Tacna. En memoria de este educador de profesionales como el doctor Miguel Custodio Pisfil, el poeta Alfredo José Delgado Bravo, el doctor Francisco Farro, el odontólogo y político Miguel Angel Bartra, el ingeniero Angel Pejerrey, entre otros, debemos completar la iniciativa de “Vitucho” Custodio.

El maestro Federico Castro acompañado del entonces alcalde Miguel A. Bartra, del doctor Miguel Custodio y otros ex-alumnos.

Tengo un sano orgullo por mi abuelo y por mi padre, dos pedagogos que dejaron su herencia, rica en disciplina y apego por el mundo del saber. Al abuelo Federico lo pongo al lado de otro grande, don Oscar Torrez Asurza. El abuelo Federico decía que su éxito fue posible por el binomio que formó con los padres de familia, quienes siempre confiaron en su labor. Aún recuerdo sus clases de historia, sus conversaciones sobre la forma de aprender las matemáticas, su amor por Monsefú y sus ganas de influir en las mentes de los jóvenes monsefuanos, etenanos y lambayecanos en general. Fueron entretenidas charlas donde demostró su extraordinaria capacidad para explicar los conceptos y teorías. También recordamos la “importancia” de la famosa “palmeta”.

Hoy 23 de abril, el abuelo Federico sigue en mi memoria. Solía ser estricto y exigente en las aulas, pero reconocía que jamás se podía orientar al estudiante si no conocíamos su día a día.

En estos días en que es todo un reto brindar una educación de calidad, hay dos elementos que están revolucionando la educación en Europa. En la escuela Rinkeby de Suecia, su director Börje Ehrstrand reconoce el éxito de su modelo educativo gracias al trabajo compartido con los padres de familia y su afán por ganarse la confianza de los educandos impregnado de tolerancia y frecuente estímulo. Al respecto, Mario Varga Llosa dice que la escuela debe ser la institución espejo de cómo debería ser la sociedad humana.
Me despido con una frase del demócrata norteamericano Brad Henry, que recapitula la labor del abuelo: “Un buen maestro puede crear esperanza, encender la imaginación e inspirar amor por el aprendizaje”. Y el abuelo Federico lo hizo, de eso no tengo dudas. Transmitía sus conocimientos con pasión, sentía lo que hacía porque la enseñanza fue su mejor virtud (LCG).

lunes, 15 de abril de 2019

Las parteras de ayer, las madrinas eternas


Escribe:
Luis A. Castro Gavelán
Era la época en que los ginecólogos y las obstetras escaseaban. El doctor Manuel Senmache se multiplicaba, apenas tenía tiempo para atender casos ginecológicos de rutina y asistir algunos partos. Entonces cuando los gestos y gemidos de una mujer embarazada avisaban que estaba a punto de parir, la confusión reinaba entre los familiares. Se escuchaban clásicos gritos como: que venga la comadre Victoria Giles ... por favor, busquen a las hermanas Santa Cruz… traigan a doña Rosita Saldaña.
Y de las manos de estas obstetras sin título, sin saberes médicos, pero con habilidades especiales para cuidar la gestación y el parto, cientos de monsefuanos aún respiramos, seguimos vivitos y coleando. Les decían parteras o comadronas, o como quiera usted llamarlas, pero estas mujeres tienen un lugar asegurado en nuestros corazones.


Nuestras tradicionales comadronas acudían a las viviendas de sus pacientes, estaban disponibles las 24 horas del día y dispuestas a jugar un papel importante en la atención y cuidados de las mujeres en los momentos del parto; idóneas para preservar la vida humana y aunque usted no lo crea, preparadas para recibir simplemente las gracias, llevar a sus casas algunas frutas, verduras o animalitos del corral, o tal vez con mayor suerte alguna compensación económica. Ellas brindaban un importante servicio comunitario de salud.
Casi el 80 por ciento de los hombres y mujeres monsefuanos que actualmente tienen entre 35 y 70 años llegaron a este mundo de la mano de una partera como consecuencia de la inaccesibilidad a los servicios de salud y porque nuestras madres confiaban en su labor. Ellas sabían acomodar al bebé y ubicarlo en una posición carente de riesgos, sabían cómo ayudar a la madre dar a luz en un parto vaginal normal. Su paciencia y sus manos hábiles evitaban lesiones o desgarros, sabían cortar el cordón umbilical.

La aparición de las parteras no es un tema aislado, es una práctica ancestral, ellas aparecieron para acompañar a otra mujer a punto de parir. Existen referencias en la Biblia de la presencia de estas mujeres entre los griegos, romanos, hebreos, egipcios e indios. Son mujeres respetadas por su oficio, autodidactas, empíricas, que tuvieron un proceso de aprendizaje informal a raíz de alguna experiencia propia o de algún hecho fortuito que las forzó a atender un parto. Finalmente, los años de práctica las graduaron para asumir retos obstétricos.

En nuestra América, los dos mejores representantes del boom de la literatura hispana, el extinto Gabriel García Márquez y nuestro laureado Mario Vargas Llosa también mencionan a las parteras en sus famosas novelas e incluso vinieron al mundo de la mano de estas dignas mujeres. Por ejemplo, doña Casimira Cabarca, abuela de Gabo, fue quien atendió el parto de su nieto. Y en el caso del arequipeño autor de “La ciudad y los perros”, la señora Pritchard fue la “comadrona” que permitió a doña Dora Llosa Ureta traer al mundo al novelista peruano Premio Nobel de Literatura en el 2011.
En nuestro Cosmonsefú, como decía el poeta José Alfredo Delgado Bravo, recordamos con cariño a las hermanas Augusta y María Santa Cruz Barturén. Ellas vivían en la calle Manuel María Izaga y tenían una característica que muchas madres recuerdan, provocaban un parto al natural, sin anestesia. Eran muy interiorizadas, algo hurañas y nunca llegaron a casarse.

Por supuesto que también recordamos a Rosa Saldaña y otra matrona que le decían doña Rosenda. Ellas eran más comunicativas, tan igual como la carismática Victoria Giles, aquella mujer escasa de tamaño, pero grande de corazón, a la que medio Monsefú le decía madrina. Todas ellas eran muy queridas, formaban parte de la comunidad y presumían cierta familiaridad, pues finalmente se convertían en madrinas de los recién nacidos y, por ende, comadres de los agradecidos padres.
Y pude comprobar ese afecto especial cuando acompañé a doña Victoria Giles, mi godmother de siempre. Fui en su busca a solicitud de mi madre quien estaba a punto de alumbrar al “conchito” de la familia, mi hermana Rosa. Desde su vivienda en Mariscal Castilla hasta la mía en Federico Castro hay escasamente tres cuadras y alrededor de 25 personas la saludaron con afecto: ¡Buenos días comadrita! ¡Buenos días madrina!
Victoria Giles


Y respecto al pago por sus servicios, ella lo confirmó: “A veces nos pagan y en otras no. Algunas veces recibimos una compensación de acuerdo a la condición económica de las familias atendidas y no tengo porqué hacer problemas. Me gusta este oficio y lo hago de corazón”, me refirió la extinta madrina.
Y dentro de estos excepcionales personajes vamos a referirnos a las llamadas “sobanderas”, quienes forzadas por las circunstancias también atendieron partos cuando las arriba mencionadas estaban demasiado ocupadas. No me consta si doña María Quesquén Chiscul lo hizo, pero de lo que no tengo dudas es su fama para predecir el sexo del bebé. Tenía la particularidad de sobar la barriga de la mujer embarazada y sostener sin duda alguna el sexo del bebé: ¡va a ser una cocinerita!… o ¡va a ser un peoncito!, afirmaba sin vacilaciones.
María Quesquén Chiscul

La reputación de esta “sobandera” llegó a los oídos de un profesor de la escuela “Sabogal”, quien ávido por saber el sexo de su segundo hijo apostó a sus amigos una caja de cerveza… y perdió. Doña María Quesquén acertó el vaticinio y varón salió el cronista. (Luis A. Castro)

sábado, 6 de abril de 2019

Los generosos cumpleaños de doña Leopoldina

Escribe:
Luis Castro Gavelán

Su peculiar forma de celebrar el cumpleaños de su esposa, la de invitar a más de doscientos desconocidos entre niños y adultos para alegrarles su día -y los estómagos también – con gratuitos desayunos y almuerzos en una jornada llena de generosidad, ha convertido a don Valentín Gonzáles, un humilde comerciante de golosinas, en el personaje admirado en Monsefú. Junto a toda su familia, incluida la cumpleañera, doña Leopoldina, los Gonzáles han transformado esa fecha de jolgorio y celebración en una diligencia de gestos solidarios, de amor diáfano por el prójimo.

La idea brotó como una revelación celestial hace seis años, según confiesa Valentín Gonzáles Senador. Desde entonces celebra el onomástico de su amada Leopoldina en olor a multitud, con esa inusual práctica que beneficia con desayunos, almuerzos y diversión gratuita a más de doscientas personas que no son su familia; son niños y adultos monsefuanos de escuelas y organizaciones sociales que tienen gratitud eterna por recibir comida y cálidos momentos de alguien que no tiene grandezas, pero sí una clara respuesta al egoísmo.

Valentín no tiene ostentaciones económicas, Valentín vive en una humilde vivienda ubicada entre la avenida Venezuela y la prolongación Diego Ferré, junto a su esposa Leopoldina Izique y algunos de sus seis hijos. Entre un par de mototaxi y fierros alrededor de su sala este benevolente hombre asegura no tener fotografías de sus celebraciones porque sólo le interesa ayudar y compartir un plato de comida “de lo mucho o poco que Dios me ha dado”.

Doña Leopoldina reconoce que el día de su onomástico, el 17 de noviembre, es la fecha que más trabaja, pero lo hace con gusto pues la recompensa viene enseguida cuando observa rostros de satisfacción en esos niños que tienen el estómago lleno. “Muchas veces empezamos a trabajar un día antes de mi cumpleaños y no dormimos preparando la comida y todo lo que ofrecemos a nuestros especiales invitados”, refiere la menuda mujer, risueña y un tanto tímida.
“Al principio no le gustó mi idea, tampoco comprendió que tuve esa revelación divina. Solo me dijo que estaba loco y que no apoyaría mi intención de trabajar en su onomástico. Pero después la convencí, al igual que mis hijos. Ahora toda la familia está comprometida con esta actividad, los hijos, las nueras, el yerno, todos. Al final de la jornada terminamos muy cansados, pero felices y con deseos de continuar esta celebración todos los años de nuestra existencia”, sostiene Valentín.

Sin una proficua economía este personaje reconoce que empieza a ahorrar dos meses antes de la fiesta y aunque cada año los gastos se incrementan, siempre confía en la ayuda divina. “Dios provee. Eso lo tengo claro, nunca me ha faltado para cumplir con mi promesa”. Valentín también admite que empezó dando comida y que ahora ameniza la celebración con una misa de salud en honor a su Leopoldina de toda la vida, con banda de músicos e incluso con fuegos artificiales.

El enorme gesto de Valentín Gonzáles y su familia tiene matices de solidaridad, de amor por el prójimo, de buena voluntad y sin muestras de concupiscencia. Por eso me viene a la memoria las expresiones de la madre Teresa de Calcuta, cuando afirma que “no debemos permitir que alguien que está en nuestra presencia se aleje sin sentirse mejor y más feliz”. Varios de los monsefuanos, niños y adultos que se beneficiaron de la noble intención de Valentín y su esposa alabaron sus muestras de desprendimiento, pues como nos recuerda la madre Teresa de Calcuta, “lo más importante no es lo que damos, sino el amor que ponemos al dar”.

Valentín y Leopoldina tienen más de 35 años de casados, son felices y entre sonrisas recuerdan cómo se conocieron y unieron sus vidas. La madre de su amada tenía un pequeño chicherío y Valentín era un asiduo cliente atraído por el amor de Leopoldina. Y muy a la tradición de esos tiempos se robó a la prometida porque el padre no aceptaba la relación. Lo único que lamenta Valentín es que ese día, en que Leopoldina se fugó con su “romeo”, la familia no almorzó porque ella nunca regresó a casa con el arroz, la carne, papas y cebolla que la mandaron a comprar (LGC).