sábado, 17 de agosto de 2019

A la madre bella, réquiem en su nombre

Escribe: Luis A. Castro Gavelán

Nota de redacción:
A las 04.32 de la madrugada, de hoy 17 de agosto del 2019, ha dejado de existir mi madre bella, mi héroe, la última de los Gavelán Higinio. Esta crónica es en homenaje a ella.


Aquella noche del 14 de noviembre del 2018 fue la última vez que disfruté de ella. Vía WhatsApp estuve alrededor de una hora mirándola feliz, comiendo su pollo a la brasa, moviendo la cabeza al ritmo de una cumbia que bailaban mis hermanos Rubén y Liliana. Su candoroso amor acortó las distancias, su voz, su sonrisa, su alegría de estar junto a sus retoños. Ella sentía verdadero orgullo por sus vástagos, como nosotros por la mujer que nos trajo al mundo.

Lloramos, pero de felicidad por las cosas que nos habían pasado, nos transportamos a los recuerdos infantiles, las vivencias personales que a lo largo del camino hallaron una senda exitosa y que coludidas con el sacrificio permitieron derrotar alguna estrechez financiera que en nuestra niñez y juventud agobiaron.

Dora Gavelán había quedado viuda desde mayo del 2014, pero todos sus hijos hicimos la firme promesa de mimarla, preservarla como a una reina, para que nada le faltara, porque eso era lo que ella se merecía.

Siempre fue una reina, presumía de su belleza, de sus amigas Norma Chereque, Blanca Flores, Hilda Yaipén, Carola Farro; de su amiguita Ethel Niquén, de sus jornadas de baloncesto, de su amor inquebrantable por sus retoños, de sus 4 rosas y sus 4 claveles.
Las 4 rosas y los 4 claveles de mi madre

En alguna lesión física, las cicatrices son un testimonio de las heridas, pero cuando se quiere a alguien por merecimientos propios y parte al más allá, causa otro tipo de heridas difíciles de cicatrizar. Es una especie de dolor inmenso que hiere, que lacera las emociones y provoca blasfemia hacia el ser supremo porque no da respuestas, no explica por qué una madre buena sufre y termina como aconteció con ella, que permaneció postrada en una cama sin hablar, sin hacer la vida que sus hijos soñaban darle. Había sufrido dos ataques cerebrales y como una leona, los supo asimilar. Pero el tercero fue artero, infausto, trajo secuelas, se manifestó con una parálisis, silenció esa voz que entonó canciones junto a Elsa, Margarita y Mary, sus inseparables del “Adulto Mayor”; y con la que también bendecía a sus hijos.

Tres veces la vi personalmente antes de su muerte. La primera de ellas en marzo, pudo reconocerme. Escondí mis miedos, mi desconsuelo y mis ganas de llorar. Quiso decirme muchas cosas, pero no le entendí, ella quiso llorar y yo besé sus manos, bajé mi cabeza para que mi madrecita no observara mi tribulación. Qué impotencia. Me preparé para ese momento, pero no pude. Corrí al baño para llorar, compungido por esa imposibilidad de hacer algo más por ella. La segunda vez coincidí con mi hermano Rubén, fue para el día de la madre. Estuvimos a su lado con las mejores expectativas, pero ella ya se estaba extinguiendo, apenas nos reconoció, dormía con frecuencia. En la tercera vez fue para contemplar su lenta agonía. Algunas lágrimas corren por mis mejillas mientras reflexiono con impotencia: ¿por qué el ser supremo ha creado al ser más maravilloso del planeta, todo amor, un dechado de ternura, y tiene que partir dejándonos destrozado el corazón?  
  
El amor de una madre es algo que nadie puede explicar, por eso tal vez sus ocho hijos tampoco pueden entender por qué la madre bella, la madre santa, se tuvo que ir sufriendo. Hay muchas maravillas en el mundo, pero la obra maestra de la creación es la madre, mi madre. Es la razón que muchas veces levanté la voz para reclamar al ser supremo, por qué mi madre bella, que es su creación, se fue sin llegar a disfrutar todo lo que sus hijos habían planificado.
Al lado de mi madre bella.

Tengo el alma fragmentada, divago con muchas cavilaciones en medio de un profundo dolor. Mi madre alzó vuelo y tan solo quedan sus recuerdos, su nobleza inigualable, su ilimitada gama de consejos y su inmensa cualidad guerrera para superar la adversidad. Mi madre partió y los hermanos Castro Gavelan le guardamos eterna gratitud. El poeta Khalil Gibran decía: enséñame el rostro de tu madre y te diré quién eres”. Mis hermanos y yo hemos mostrado tu rostro madre y gracias…, sentimos por ti eterna admiración.   





Mi madre bella compartiendo con mis hermanos Rubén y Liliana